Teatro de Colón, Calle del Coliseo # 5 - 32

26·NOV·2012
Mucho se ha repetido la historia de los inicios de nuestro principal teatro, conocido al comienzo como el "Coliseo de Ramírez" por su fundador, don Tomá...

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Mucho se ha repetido la historia de los inicios de nuestro principal teatro, conocido al comienzo como el "Coliseo de Ramírez" por su fundador, don Tomás Ramírez, primero soldado del ejército virreinal y luego próspero comerciante.

Según el Diccionario Biográfico de Joaquín Ospina, pronto obtuvo tan pingües beneficios en su almacén, en el que empleaba "cuatro cajeros que no daban abasto"-algo notable en la Santafé de fines del XVIII - que decidió invertir sus ganancias en un salón de espectáculos.

Probablemente deseaba complacer al virrey Ezpeleta, aficionado a aplaudir en Madrid las obras de los dramaturgos del siglo de oro, de las que aquí estábamos bastante lejos.

Pero si el virrey era partidario entusiasta, el representante del otro poder, el eclesiástico, arzobispo Martínez Compañón, fue su enemigo acérrimo. También había llegado de la Corte y se trataba de un santo pastor. Pero deseaba para Santafé el espíritu sencillo de la colonia.

A fin de preservarlo decidió "comprar" a Ramírez. Le ofreció la suma de 40.000 pesos, enorme entonces, si desistía de su proyecto. Como no persuadiera a Tomás, el arzobispo lanzó una profecía.

El constructor del teatro perdería su fortuna y el día de mayor concurrencia, se desplomaría el edificio sobre las cabezas de los espectadores. La primera parte se cumplió: los gastos de la obra arruinaron al antes acaudalado comerciante y romántico enamorado del teatro.

Esta crónica es de las más pintorescas y la relatan historiadores de la categoría de José Caicedo Rojas en su Historia del Teatro, y de Don Liborio Zerda. Este último relata que una vez que Ramírez concurrió a un garito, sin participar en el juego pues no tenía con qué pagar ni una pequeña apuesta, un oidor de Santafé cuyo apellido recata don Liborio, precisado a abandonar su puesto en la mesa de la ruleta, cuyo precio ya había abonado, se lo cedió a Ramírez, quien obtuvo esa noche fabulosas ganancias.

Con ellas terminó por fin el coliseo, ya que el oidor no aceptó la suma que le hubiera correspondido y que Tomás estuvo dispuesto a cancelarle. A pesar de la buena suerte, el empecinado empresario no se libró de perder más tarde cuanto poseía, de acuerdo con la predicción del prelado.

Se han achacado muchos defectos a la primitiva construcción, pero todos los relatores coinciden en que se trataba de un sólido y amplio edificio de mampostería, aunque el frente careciera de belleza. Su arquitecto fue Domingo Esquiaqui, quien se encontraba en Santafé desde 1786, como director de las reales fábricas.

La entrada era por una puerta común, directamente a la platea en forma de herradura, de 22.50 metros de largo por 15 de ancho. (Relación de Ortega Ricaurte). Podía  contener mil doscientos espectadores, distribuidos en la mencionada platea (que en vez de asientos individuales tenía bancas) y en tres filas de palcos.

Los más elegantes eran los de la segunda fila. Se vendían a particulares que podían arreglarlos a su gusto, de modo que el conjunto era heterogéneo aunque todos lucían "antepecho de lienzo del Socorro" y estaban "blanqueados con cal y adornados con festones pintados al temple".

El virrey Ezpeleta puso especial empeño en que se edificara sobre la misma planta del teatro de La Cruz, de Madrid, que seguramente frecuentaba en la villa del oso y del madroño.

Por la prisa en estrenarlo se inauguró antes de su terminación, cubriéndolo con un gran toldo de lienzo que con el paso del tiempo se manchó y rompió, como lo anota Cordovez con los aires de superioridad que le confería sobre la mayoría de sus paisanos la circunstancia de haber estado en Europa.

De la inscripción fijada en la puerta: "Se principió esta obra el 20 de agosto de 1792 y se dieron las comedias provisionales, toldada la casa, el día 6 de enero de 1793 hasta el 11 de febrero de dicho año, y concluida la obra se principiaron las funciones el 24 de octubre de 1793", podría deducirse que para la última fecha ya no se padecía la susodicha cubierta de lienzo, pero no fue así y parece que hubo que soportarla mucho tiempo.

Igualmente se pasaban trabajos por la falta de vestuario apropiado y de un vestíbulo a la entrada.

El autor de las Reminiscencias aporta otros detalles para sustentar sus críticas: "El alumbrado y los aparatos adecuados...no le iban en zaga al cielo raso. Una gran araña (tenía prismas de hojalata y espejillos)... se veía suspendida en el centro del techo.

Momentos antes de alzar el telón se le hacía descender para encender las ciento o más velas de sebo que contenía, y hecha la operación, se la volvía a levantar.

Desde ese momento empezaba una llovizna de sebo derretido que era el tormento de los que quedaban debajo... En cada columna de los palcos había suspendido un farol en forma de cono, y al frente del proscenio unos cuantos candiles de barro... repletos de gordana y sebo, con la correspondiente mecha de trapo..."

No hubo telón de boca hasta 1840 y lo ejecutó Eladio Vergara, al parecer buen pintor pues, como advierte el mismo Cordovez, hasta principios de éste siglo no había otro teatro que lo superara, incluido el del desaparecido teatro Municipal.
 

Mostraba a Apolo, a las musas y al caballo Pegaso, con una octava real copiada a un lado que terminaba con estos versos: "El alado corcel conduce el coro /y con su inspiración resuena el foro", dístico compuesto por un militar, el general Vicente Gutiérrez de Piñeres.


En cuanto a la escenografía, "el mar se representaba por telas azules movidas con cuerdas; el viento con zumbadores; los truenos o cañonazos con golpes de tambora; los rayos con "buscaniguas", y la luna, con un farol opaco suspendido de una cuerda".

Según el Catastro de la Propiedad inmueble del Estado de Cundinamarca, citado por Ibáñez, eran propietarios de los palcos Genoveva Montova, Carlos O'Leary, Justino Valenzuela, Evaristo de la Torre, Sabas Uricoechea, Manuel Umaña, Nieto hermanos y otros.

No obstante lo manifestado por Cordovez Moure sobre que "la profesión de cómico-como se designaba entonces a los artistas- se consideraba indecorosa, y la de cómica se tenía por abominable", entre las primeras actrices se contaban la marquesa de San Jorge, Rafaela Isazi, y María de los Remedios Aguilar, esposa del ingeniero español Eleuterio Cebollino.

Se las designaba por apodos: "la jerezana" a la primera, por ser oriunda de Jerez de la Frontera en España, y "la cebollino" a la segunda, que era muy bella. En realidad se limitaban a hacer números sueltos de baile y canto y no desempeñaban propiamente papeles en las comedias.

Tomado de ‘Las Casas que Hablan' de Elisa Mújica - Biblioteca Nacional de Colombia, Corporación La Candelaria, Colcultura. Material  facilitado por el Archivo Distrital