Largas horas de viaje por carretera, por trochas y por río, consumieron la historia de los funcionarios y contratistas del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud, Idipron, que viajaban desde Bogotá hacia la sede del Centro Educativo El Tuparro, Vichada.
Para llegar a esa alejada zona del país, en el extremo oriente de Colombia, era necesario cubrir cientos de kilómetros, ya fuera por carretera o por río.
Aquellos que conocieron esas instalaciones mantienen el recuerdo de su gran tamaño y belleza. Este Centro Educativo estaba conformado por cuatro sedes conocidas como Tambora, Pinardi, Palomazón y El Cejal.
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Las dos sedes más grandes eran Tambora y Pinardy, que podían acoger a unas 800 personas, aunque nunca estuvieron llenas. Las otras dos sedes, mucho más pequeñas, podían albergar hasta 150 personas.
La historia nos lleva unos 32 años en el pasado cuando una joven llegó a trabajar a esa alejada zona del país como cocinera, siendo conocida como una de las tías del Tuparro.
Mery, nuestra protagonista, viajó unas cuatro veces al Centro Educativo, en estadías que podían llegar a los ocho meses cada una y en su memoria están aún frescos los recuerdos del viaje, de los encuentros con animales y de la férrea voluntad del sacerdote que era el motor de esta sede y de todo el Idipron: Javier de Nicoló.
“Partíamos de Bogotá en camión hacia Villavicencio. Eso era sufra y sufra tres días y finalmente llegábamos a un kiosco, que era la última parada y donde se podía tomar una gaseosa fría después del largo camino”, explica.
Varadas, trochas, sacudidas constantes, eran el pan de cada día en el largo viaje en camión desde Bogotá. “Por fin llegábamos al puerto y luego a embarcar por el río Orinoco”. Y allí comenzaba otra aventura, la de navegar por uno de los ríos más caudalosos de Colombia.
“Cuando yo llegué, cuenta Mery, ya había dormitorios y cocinas, donde nos tocaba cocinar a punta de leña”.
“Recuerdo que una vez estaba haciendo arroz para el desayuno y cuando ya estaba seco lo fui a poner en la brasa y en ese momento se me perdió el trapito para poner la olla y cuando volteé a mirar tenía una culebra “cuatronarices” enredada en las piernas. Corrí y grité. Uno de los chinos me miró y me dijo: ¿Qué pasa tiíta? Le conté todo y ellos corrieron para sacarla de la cocina.
El Centro Educativo estaba rodeado de selva. Las noches eran muy oscuras cuando no había luna.
Las mañanas llegaban con el afán de cocinar desde muy temprano. Las tías que vivían en las sedes iniciaban con el cafecito y la galleta para todos. “El padre Nicoló nos decía: Bueno tías, cocinen rico para los muchachos. Y eso hacíamos”.
Luego del tinto los muchachos salían a los primeros trabajos y volvían a las nueve para el desayuno que tenía arroz, huevos, café o chocolate. Al almuerzo arroz, atún o sardinas con lentejas o garbanzos, descansaban un rato y a seguir trabajando. Sobre las tres o cuatro de la tarde se servía la merienda que siempre era algo de tomar bien frío y por la noche la comida.
“La única forma de comunicación con el exterior era por radio o por teléfono”
Así fue la vida de los miles de muchachos que fueron atendidos en esta sede ubicada al extremo oriente de Colombia. Una sede ubicada en un lugar remoto, donde se escribieron grandes historias de vida y del amor del padre Nicoló.